2/6/09

Feria del libro, Aincrit y Biblioteca de Teatro de La Plata Alberto mediza

El 29 de abril de 2009 la Biblioteca participó de las Primeras Jornadas de Aincrit, que se realizaron en la Feria del Libro de Buenos Aires. Mariela Mirc, Maricel Beltrán (1) y Laura Lago (2) prepararon el siguiente texto que leyeron en su oportunidad y que aquí compartimos.

“Mediza murió joven. A los 36 años. Pero lo hizo todo; y todo el tiempo haciendo estuvo. Su ola impetuosa arrastró a un joven actor de familia de artistas. Un discípulo llamado Norberto Barruti que es hoy él mismo ola y maestro.

Barruti se instaló en La Plata en 1986 y fundó el Taller de teatro de la Universidad. Al año siguiente esa Casa de altos estudios cede al Taller la primera planta de una casona en desuso donde maduró un acontecimiento: un colectivo hizo teatro e hizo el Teatro. Casi una década después y a partir de la viva actividad teatral nació la actual Biblioteca. Ocurrió que un día la viuda y el hijo de Mediza viajaron desde Montevideo para asistir a la función de “El Proceso” adaptación que Mediza hiciera de la novela de Kafka, y que fuera estrenada en los ‘70 por Raúl Serrano. Era el 3º año consecutivo que el Taller de la Universidad daba funciones de la obra. La dirección era de Barruti y contaba con 50 actores en escena. Aquel día, Sara y su hijo Rodrigo Mediza decidieron dejar a resguardo de Barruti la biblioteca personal del poeta, crítico y dramaturgo uruguayo. Con esos libros, revistas y manuscritos, más su propia biblioteca, Barruti funda la Institución con el nombre de su maestro.

El hacer reunió personas y las afinidades electivas abrieron un camino por donde se deslizó una herencia impensada. No estaba prevista la creación de una biblioteca. Documentarse e investigar eran parte de cada montaje del Taller pero nadie se había propuesto formalizar el espacio. Este origen, este arraigo en el oficio, en el hacer, marcó la identidad de la Biblioteca para siempre.

El conocimiento teatral puede estudiarse, enseñarse incluso, puede haber escuelas, planes, enfoques y proyectos. Pero la transmisión de un saber, (y de un saber hacer como en el caso del teatro) se produce en una situación de encuentro, donde un modo de transferir permite una entrega que se acepta porque es un llamado que no hay cómo desoír. Es decir, en una tradición. Sea la que sea. Como se dice en el truco saber mata conocimiento. Porque lo redobla, porque tiene ese plus que ninguna escuela, ninguna universidad de arte puede garantizar. No reniego de la formación universitaria, al contrario, me valgo de ella, pero no hay cómo pedirle al discurso universitario que se haga cargo de la formación de artistas. Uno se hace artista gracias a otras circunstancias y a pesar de ellas también. Es siempre una tradición la que nos recibe en nuestro nacimiento artístico. Es la tradición la que habla por nosotros hasta que tengamos algo de peso para decir. Ese magma inabarcable pero repleto de acciones concretas y sensatas (o dirigidas a un fin) es el que nos permite ver el mundo y hacer con él poesía si nos cave el sayo. La Biblioteca Mediza y el Taller de teatro de la Universidad son lugares donde una tradición se alienta y se entrega al que se sienta llamado.

Mediza murió a los 36 años. Si hay edenes después de la última bocanada poco importa, estos nuestros ojos no los verán de seguro. Apasionarse, discutir, arriesgar son también legados que pueden aceptarse.

Por eso para nosotras fue inevitable pensar acerca de la crítica teatral, sus posibilidades y sentido. Tal vez porque el nombre de Aincrit convocaba el concepto. Lo que sigue lo pongo al ruedo, ojalá sigamos hablando después.

El crítico debe poder decirlo todo. Pero no todo de todo. La crítica no debería ser arma homicida, ni juguete sexual del aludido en su discurso que, como dice Anne Ubersfeld es doble: primero y principalmente el lector, pero también indirectamente, el profesional del teatro hacia el que el crítico no detestaría jugar un papel de mentor y de guía. Pero… ¿cuál será el todo sobre el cual el crítico funda su decir? El mismo que el del espectador, aunque no habría que confundirlo con él. Sin embargo pueden y deben ubicarse enfrente o en perspectiva de ver eso otro que se les ofrecerá. El que especta es testigo, pero no dará testimonio necesariamente. El crítico en cambio es ese que prestará su testimonio con las prerrogativas del caso. Pero ¿Cómo consensuar la legalidad huidiza de los discursos de las ciencias sociales? ¿Quiénes definen los parámetros y los vocabularios críticos? ¿Será la academia, la farándula, los medios de comunicación? ¿Cómo genera el crítico sus ingresos: le pagan antes de que escriba? ¿Le paga su jornal el empresario de un medio gráfico, con su ideología definida y el olfato de su editor? Bajo la firma del crítico: ¿qué colectivo o intereses se apañan? Se dirá y hay razón, que otros son los temas cruciales de la sociedad y su cultura, que el esfuerzo por repensar el meta discurso crítico es una pasión digna de mejor causa. Y que “de algo hay que vivir”. A este testigo voluntario, convendría hacerlo anónimo, para que sea su voz la que hable y no tema por su reputación si el espectáculo no lo seduce. Para que no tema por su fuente de trabajo si no coincide con quien le paga. Ahora, si fuera así (y aun no siéndolo) ¿Cómo evitar los amiguismos del crítico mismo? ¿Sus especulaciones al pensarse ficha dentro del tablero del campo teatral? Estamos sonados, porque la cuestión del valor humano tiene que vérselas siempre con la ética.

El teatro debe estar hecho: bien hecho. Eso es parte de su responsabilidad social. Hacer bien el teatro es que tenga los golpes de efecto bien logrados: sea la cebita del revolver de utilería, sea la caminata extracotidiana, una mirada significativa o aquella muda contención del alma. Esa es su parte, la que se aprende, la que se enseña. Pero esa dimensión del saber hacer, del oficio, del secreto de confección, no lo es todo. Éticamente no lo es todo. Porque se puede hacer bien sin hacer el bien. Nuestra actual “temporada en el infierno”, donde la banalidad del mal es moneda corriente, nos lo dice en plena calle, en plena oficina, en plena clase, en pleno estar entre otros. Lo ético en el teatro es problemático porque es lo que queda por fuera de él, por definición. Es desde el punto de vista de la producción teatral, lo que lo excede. Es el de más que le ponen los artistas y es el resto que nadie está obligado a recoger. Sólo la adecuación de forma y contenido podría ser esperanza para aquellos que conocen el valor comunicativo de una poética, cuando encarna. Esperanza cuyo triste revés es la repetición de formulas y movimientos.

La ética en el teatro excede la arena de su oficio. La técnica, el talento, los recursos no son sino en el río de la Tradición donde abrevan. Y toda tradición lo es si conserva su cosmovisión, su opinión del mundo, su particular y comunitario sentir. Los artistas saben o deberían saber el lugar que ocupan y el discurso que hacen presente. ¿Pero se elige dónde estar, qué decir, y cómo hacer? Una buena crítica no debería dejar esta cuestión de lado. Debería poder. Poder pensar el rol del artista y sus condiciones de producción.

Es la voz del crítico la que puede testimoniar. La voz por encima de la letra porque no importa sólo qué puede decir de los hechos que ha visto, sino qué puede decirnos de lo que a él le han hecho esos hechos. De lo que lo han hecho sufrir, bostezar o aliviarse con las municiones que cruzan el cielo mixto de la metáfora teatral sita entre platea y proscenio. Signos como balaceras y funciones como batallas, o pelotón de fusilamiento. Queremos oír sus relatos del ardor salino de ciertas balas, la desilusión de húmedas pólvoras culpables, la exacta forma abierta por las balas de certeras actuaciones y todas las sustancias vitales que las buenas tramoyas desatan en el escenario y replican en el patio de butacas. Porque sólo hay tramoya allí. El teatro es tramoya, sea una voluptuosa escenografía, cacharros, el solo cuerpo del actor, una luz que anuncia un alguien que retorna…Todo allá es a sabiendas del truco que podrá montar a tracción sangre de los actores, la escena siempre herida abierta del hombre y su circunstancia. El tiro apunta al blanco y los espectadores creamos el impacto en nuestro cuerpo. A veces no tenemos cuerpo para esas balas, estamos anestesiados. O desconcertados, con horizontes de expectativa que no son nuestros. A veces el tirador apunta tan mal a nuestro centro vital que vemos pasar la cosa de costado, sin que nos haga mella. Pero cuando el tiro falla por error, impericia o desorientación, es criminal y no artístico. Ahí, en el fragor de la función, nace una crítica. Esa que dará a los aplausos una exactitud de barómetro. El público es crítico por naturaleza, tiene el aplauso y la asistencia para pronunciarse. Cualquiera que se ponga a hacerse el crítico debería asegurarse de no haber dejado de ser espectador. Saber aun ir por placer o por amor al arte, resonar con la escena y sentirse libre de pensar lo que siente.

Somos tiempo, pero ser es estar. Este tiempo en el que nosotros somos los teatristas es con otros que lo transitamos e imaginamos. Exista el afuera o sea alucinatoria, la escena de la realidad está poblada. Y aunque el desquicio neoliberal nos permita delirar con el uno solo, la caricia o el golpe siguen avisando que ¡alguien más está ahí! El estado burocratizado en el que vivimos nos esconde o disimula las consecuencias de nuestros actos, pero hay que resistir y seguir confiando en que no hay acción sin reacción. O bueno, comprobar que nos hacemos jóvenes y estamos al mismo tiempo en dos subtes diferentes. Un materialismo elemental pero necesario para que la pregunta por la ética en el arte pueda ser escuchada."



(1)Mariela Mirc y Maricel Beltrán integran la Biblioteca desde sus comienzos y son además asistentes de dirección, dramaturgas, investigadoras y referentes del teatro platense.

(2)Laura Lago es actriz, profesora de juegos dramáticos y vocal de la Biblioteca.

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